“Triste pero no suicida” es una muestra de lo que el colectivo TLT, curador de la muestra, decidió llamar selfie-performance. Una colección de obras en las que varios artistas utilizan el video para trascender los limites de su propia imagen y usándola para conectar con un imaginario colectivo.

            ¿Qué hay para ver más allá de la virtualidad de una selfie? Sí, nos referimos a la imagen digital, instantánea pero premeditada, frívola pero vulnerable. Pocas decisiones requieren de tanto coraje como postear una selfie. Tocar los pixeles en la pantalla que indican compartir, y ya está. La imagen se multiplica en una relación ubicua con los demás. Simultáneamente se disemina en los timelines de seguidores y se integra a un perfil controlado por un usuario, a ese mosaico cuidadosamente curado que expone los deseos y aspiraciones de un sujeto. Espejo y apología del narciso, el perfil no requiere de una presencia. Estamos acostumbrados a vernos fuera de nosotros mismos, junto a los demás, pero no con ellos.

            Cuando las stories se integraron a nuestras aplicaciones – sin que nadie lo pidiera – entramos a una nueva era, en la que la selfie y el reality show se funden. Ya no necesitamos de celebridades idolatradas para entretenernos. Aun cuando las stories son banales, efímeras y sin contexto, pertenecen a una persona que conocemos, de la que sabemos algo y hemos decidido seguir, por la que hemos desarrollado un afecto o un odio, y por eso las seguimos viendo. Es el reality de nuestros amigos, cada uno un canal con sus propios ritmos de transmisión.

            Al momento de dar like, o enviar emoticones en forma de corazón como respuesta a esas imágenes, algo se activa en nosotros como espectadores. No todas las imágenes son tan cautivadoras. Como una canción pop, la selfie logra disparar los likes, ir más allá del sujeto retratado y generar una empatía, una especie de identificación masiva.